reencontrándome con mis pies…

Durante las tres últimas semanas, y siempre que el tiempo lo permite, todas las mañanas me tomo un ratito sentado en una terraza delante de los edificios donde ando trabajando.

Es una sensación agradable, la de dejar a un lado las prisas y sentarse a observar.

Así que estos días, mientras sorbo pequeños tragos de un cargado café, a veces alternados con bocanadas de un pitillo rápidamente liado, paseo la mirada por la plaza donde convergen las salidas de los tres edificios de oficinas que la conforman y, todas las veces, además de la multitud de seres caminantes, apresurados en su caminar, viene a visitarme una pequeña hoja de plátano de sombra (platanus x acerifolia), hay montones de éstos árboles dejando caer sus hojas secas, en esta época, así que no es algo tan poco natural, ver hojas sueltas.

Lo que imagino que tiene de curiosa esta visita de las hojas secas, es que en todas las ocasiones, las hojas suelen detenerse a pocos metros de donde me siento y, mientras las observo, me regalan una pequeña danza aérea revoloteando esquivas entre los pies de las personas, subiendo y bajando al capricho de las ráfagas de viento que las avivan.

Siempre capturan mi atención, estos anárquicos bailes foliales que, con su pequeña gracia, vacían mi cabeza de otros pensamientos, dejándome una sensación de serena calma que me permite enfocar el pensamiento en alguna de las pildoritas vitales que, tambien, he comenzado a digerir estos días.

Estas pildoritas vitales son de orígenes varios…

Unas son pequeños fragmentos de texto que, por las mañanas, recojo de un interesante libro que una amiga me ha invitado a leer, el libro se llama “Actos de Fé – Mediataciones diarias para gente de color“, y recoge breves frases célebres en la cabecera de cada página para despues desarrollar un razonamiento muy sentido relacionado con la oración del principio y rematar con otra sentencia que, generalmente, te remueve por dentro hasta los higadillos.

Para recoger estos fragmentos de texto, todas las mañanas tomo entre las manos el libro cerrado y comienzo a pasar las hojas cual si un mazo de cartas se tratase, deteniéndome en el momento que siento que debo hacerlo. Siempre resultan un auténtico mazazo para la mente, estas páginas escogidas, mostrándome algún sentimiento o idea que, personalmente, no he acabado de digerir y me remueve por dentro.

Otras veces, las pildoritas vitales vienen de otra amiga que tambien anda trabajándose el compartir, con mucho amor, fragmentos de alegría y vida. Ella recoge algunos de estos fragmentos de otro libro, “Recetas de lluvia y azúcar“, del que ella, amablemente, absorbe fragmentos que nos lee y comparte con mucha gracia y magnífico sentir.

Entre los dos libros, todas las mañanas encuentro algún nuevo motivo para sentarme tranquilamente en esa plaza y sentir, tratando de asimilar, aquellas emociones que se me mueven al tragarme la pildorita matutina.

Me han  permitido darme cuenta de muchas cosas. He podido observar que, en mi afortunado discurrir por la vida, he tenido ocasión de ponerme muchos tipos de calzado en los pies.

Una veces he vestido rígidas botas que aseguraban mis pies, protegiéndolos contra torceduras y defendiéndome de los pisotones, voluntarios o no, de los seres con los que me cruzaba.

Estas botas que me protegían, tambien supusieron muchas veces un peso extra, que enlentecía mi ligero caminar haciéndome recorrer la vida sin preocuparme de los pies que yo pisase, pues al fin y al cabo, estaba perfectamente protegido y yo no sufría ni sentía las consecuencias de mis pisotones. Otro inconveniente de estas botas es que tambien, por su rigidez y dureza, impiden a los pies sentir el viento que refresca y alivia los roces provocados por tamaña protección. Llevé bastante tiempo, estas botas…

Otras veces, ágiles zapatos deportivos me cubrieron los pies, dejándome volar más en sintonía con mi viveza, deslizándome por los caminos alrededor cual guepardo emocionado.

Con estas zapatillas pude sentirme más suelto, volando de una forma que encontraba más en sintonía con mi viveza y sentir, deslizándome por los pasos de la vida cual un rápido atleta en plena carrera. Con ellas salté obstáculos, pisé charcos y recorrí larguísimas distancias, pudiendo atisbar todo tipo de situaciones alrededor mío pero, poco a poco, me fui dando cuenta de que la velocidad se llevaba por delante parte del disfrute de los hitos que el camino disponía alegre ante mi.

Tuve la suerte de calzar mocasines, estos ligeros calzados que se adaptan al pie casi como una segunda piel y, aún protegiéndolo, nos dejan sentir los cambios de temperatura, ofreciendo moderada protección ante las intemperies de la vida. El problema de los mocasines es que no son adecuados para casi ninguna de las actividades interesantes de la vida. No puedes correr mucho tiempo con ellos, pues quedan hechos polvo en seguida. La protección que ofrecen sirve sólo contra pequeños contratiempos, pues los más grandes accidentes, generalmente, los dejan inútiles también. No pueden sufrir muchos maltratos, pues los materiales de los que están hechos no resisten bien las inclemencias de la vida y, casi siempre, un pequeño deterioro acaba siendo un estropicio completo del calzado.

En alguna ocasión, también encontré sandalias, como las famosas hawaianas tan de moda por Brasil.

Qué decir de estas sandalias. Ligeras como son, dejan que los pies sientan todo alrededor suyo, te exponen a pisotones y caídas de objetos accidentales, pero tambien dejan que el sol nos reviva con su energía y su luz, nos permiten mojarnos los pies directamente, sintiendo el frescor del agua en cada poro como un bálsamo de vida. Con ellas pude observar caminos nuevos, gentes nuevas, vidas distintas. A veces las sandalias son una de cada tipo, a veces una va rota y tiene pedazos de cinta sujetando su estructura, son calzados baratos que apenas cuesta conseguir, aunque haya seres que apenas pueden permitirse unas de estas, vaya. Lo más bonito de las sandalias es que son, probablemente, el calzado que más fácil es sacudirse de encima, apenas basta una media patada al aire para que salgan volando por los cielos.

Y eso nos lleva a los pies descalzos, la pata pelá, como dicen por algunos sitios.

La pata pelá tiene su arte, seguro. Es, por supuesto, la forma más fácil de exponerse ante la vida, nos deja los pies como son, desnudos y sencillos, vulnerables y expuestos ante cualquier inclemencia o inconveniente. Pies desnudos, pies negros, pies que vibran con la vida, pies que a veces, dejan de sentir de tanto encontrarse con piedrecitas en su tránsito. Sin entrenamiento y costumbre, la más mínima espina nos hace estremecernos de dolor, y los pisotones se convierten en enemigo a evitar a toda costa, pero tambien, precisamente por esto, nos vuelven rápidos y atentos a donde vamos a meter los pies, no queremos arriesgarlos.

Frío, suelos duros, playas ardientes… Numerosas situaciones nos hacen, de esta forma, caminar de puntillas y con delicadeza. De todas las formas de caminar que he encontrado, esta es, probablemente, con la que más a gusto me siento.

No es una forma de caminar para todos los momentos, es una forma de caminar que requiere pericia y mucha práctica, requiere sabiduría para saber cuando es apropiada y cuando, por salud, debemos buscar alguno de los calzados que ya conocemos. Es la manera que, personalmente, me ha permitido darme cuenta de que todos y cada uno de los calzados que he ido llevando por la vida, tienen su momento y su lugar, su propósito y necesidad y que, aunque hay que protegerse y equiparse para cada tramo de este camino tan bonito que es la vida, siempre que sea posible, hay que tratar de sentir el recorrido con toda la planta del pie, con cada milímetro de piel que podamos exponer al mismo, con dulzura y delideza, con mimo y atención, pues un pie descalzo pero entrenado es la mejor herramienta para discurrir con felicidad por la senda de nuestra experiencia vital.

Sigamos caminando!


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